Relato y acción del memorial

Texto con motivo de la exposición Implosió impugada 16. Rescat d’un relat, de Rafael Tormo i Cuenca, en ocasión del trigésimo aniversario de la Pantanada de Tous (1982-2012). Beneixida, 20 de octubre de 2012.

Incluso el arte que emplea recursos tomados directamente de la realidad, que emula sus principios, razones y que asume las complejidades derivadas de ella, necesita de un relato para contarse. El relato es la narración más o menos lineal, más o menos fragmentada de un suceso que ha ocurrido o que se prevé que ocurra. Puede que no tengamos otra forma de contar, ni de vivir, las cosas que nos suceden, sino pensando en el modo como contaremos esa experiencia a los otros. Comprender es saber contar aquello que acontece, y gran parte de la historia de la civilización se basa en historias contadas de unos a otros y posteriormente transcritas. La cultura popular implica el paso de información y acciones de mano en mano, de boca a oreja, de una generación a su siguiente, construyendo un imaginario colectivo que, a su vez, moldea la identidad de sus integrantes. Conforme la sociedad ha acelerado los modos de generar y trasmitir información, se ha necesitado registrar de alguna manera lo que se ha ido quedando atrás, reducido a un ejemplo previo que ha posibilitado llegar hasta este momento, el “presente perpetuo” vaticinado por Guy Debord, desde donde se da cuenta de las estadísticas de lo novedoso. La manera de llevar a término esta necesidad vital es el espacio que ocupan determinadas prácticas artísticas, que obtienen en el contraste entre la individualidad y su función social, el elemento básico para generarse y mostrarse sin un gran exceso de contradicciones.

Asimismo, el relato pone en relación la individualidad de quien lo cuenta o expresa con la colectividad de quienes lo reciben y comprenden, planteándose un trueque entre la información del emisor y la atención de los receptores. Esta sencilla y revolucionaria fórmula parece suficiente en su esencia, más aún cuando quien cuenta y quien escucha puedan intercambiar sus roles. La no necesidad de expertos que relaten, ni de inexpertos que escuchen, puede verse como el principio de una práctica colaborativa organizada para el bien del grupo, es decir, para el bien de la comunidad que conforman sus propios participantes. En este tipo de relatos estéticos, el artista es quien media entre un suceso y su puesta en escena, entendiendo que según la naturaleza del suceso, así debiera ser su consecuente artistización. La función de mediador es cada vez más común porque se sitúa en un espacio intermedio entre dos o más ámbitos de especialización, en principio no familiarizados entre sí. El artista sitúa en un contexto crítico y visible, sucesos y cuestiones que permanecen en ámbitos como la sociología, la política o la economía social. Puede verse también en estos términos: ante la mengua de crítica social en el ámbito artístico, preocupado por momentos más en su propia idiosincrasia técnica y mercantil, el/la artista –determinados artistas– no sólo escaparon del estudio, sino también del estudio de la historia del arte, para entrar de frente y sin pudor en ámbitos donde sí existían los conflictos. El arte perdió su conflictividad cuando dejó de pensarse como herramienta transformadora de la sociedad adonde se ubicaba y devino –únicamente– moneda de cambio elitista. La función mediadora de los artistas no deja de presentar paradojas, pero resulta una continuación inevitable de su oficio, al menos desde las Vanguardias históricas de principios del siglo XX, donde ya nada pudo volver a ser como antes sin reducirse su práctica a puro anacronismo o pura chanza.

El proyecto Implosió impugada 16. Rescat d’un relat, se organiza como memorial de la catástrofe natural conocida en el propio entorno como La pantanà de Tous, acaecida el 20 de octubre de 1982, en la comarca de La Ribera. Durante varios días, las lluvias torrenciales fueron anegando parte de la comarca, desbordando primeramente el río Sellent, afluente del Xúquer y más tarde éste, el río más importante de la provincia de Valencia. Por otro lado, el pantano de Tous fue colmando su capacidad y tanto los medios eléctricos como manuales de apertura de sus compuertas fallaron, provocando que la presa cediera ante la fuerza del agua acumulada, que no cesaba de empujar con una intensidad y un caudal inusuales. Poblaciones como Gavarda y Beneixida desaparecieron prácticamente del mapa, y los nuevos pueblos se construyeron en zonas más altas tras más de diez años de movilizaciones ciudadanas y de convivencia provisional en barracones, junto al pueblo antiguo. El PSPV finalmente lideró el empuje constructivo de la nueva población, bajo unos planteamientos sociales y estéticos auto-definidos como “progresistas”. En el caso de Beneixida, en su emplazamiento original sólo perviven la fuente y la ermita, que estaba integrada entonces dentro de la trama urbanística y que ahora, restaurada, representa un lugar de memoria testigo de ese extraordinario suceso. Los terrenos que antes ocuparon las casas están repoblados por pinos, a modo de memorial de lo que una vez fueron casas, el ayuntamiento, el cine o el Carrer de la Pilota, anexo al muro derecho de la iglesia.

Rafael Tormo i Cuenca (Beneixida, 1963) vivió de cerca este suceso y ha ido acumulando y guardando desde entonces un material de gran valor simbólico y archivístico: numerosos DNI de ciudadanos del pueblo, ya entonces caducados, que estaban depositados en la Cámara Agraria y que él mismo recuperó del barro poco después de la tragedia. El tiempo ha pasado por los rostros, todos pertenecientes a un período donde la estética y los gestos recuerdan todavía de forma muy nítida una democracia balbuceante. Las fotografías de esos carnets se han ampliado y han quedado despojadas de la información controladora de los documentos, pero con un fragmento de la huella dactilar en la parte inferior de la imagen, tal como se certificaban los DNI antes de los avances digitales. Las fichas de los ciudadanos han devenido imágenes de personas sólo reconocidas por sus conciudadanos de entonces, aunque podrían ser otros de cualquier otro lugar. El anonimato de unas fotografías ahora “mudas” (Johan Swinnen) se presenta como una multitud conformada por sus individualidades. También el modo como se articula el espacio de representación puede leerse de este modo. En un lugar simbólico de Beneixida se ha generado para esta ocasión un espacio rectangular de cinco metros de largo por dos metros y medio de ancho, compuesto por paneles modulares. En cada una de las paredes interiores de esta estancia, varias filas de imágenes colocadas frontalmente (en total unas 670), cruzan miradas entre ellas, fijan sus ojos –figuradamente- en el público. En medio de este espacio se escuchan dos testimonios de una misma persona.

La mudez de las imágenes queda interrumpida por el par de grabaciones que el propio espectador acciona individualmente y que se escuchan a través de un megáfono. Relat del rescat, así se llaman los dos cortes de voz, comparten no solo entre ellos una similitud morfológica, sino que también en este caso provienen de la misma persona. Josep Maria aparece en la vida del artista Rafael Tormo como el “seguro azar” de algunas experiencias que no pueden ser entendidas sin un plus de casualidad y necesidad, y se erige en testigo inesperado, pero pleno, de todo el proyecto. Los testimonios vienen a completar el círculo iniciado en 1982, justo treinta años después. El espacio institucional donde se muestra, como parte importante de la identidad del pueblo, simboliza el respaldo a una acción que, como pocos acontecimientos históricos anteriores, representa la conformación de un “nosotros” gestionado desde la tragedia. El testigo Josep Maria tenía veinte años cuando ayudó en el rescate de los vecinos que habían quedado aislados, encaramados a los tejados de sus casas y a la espera de la única salida, vía aérea, para salvar sus vidas. El relato de Josep Maria revive alguno de los momentos de entonces con la claridad que otorgan determinados sucesos de carácter único, estrechamente ligados a un presente que se relaciona con el pasado y que casi anula la distancia temporal, al menos en el momento en que vuelve a relatarse.

Josep Maria también está fotografiado y expuesto junto al conjunto de los rostros, pero él aparece retratado de espaldas y la imagen está tintada en rojo. Es el testigo externo al suceso, quien cuenta desde el aire lo que vio; mientras los cientos de los otros testigos fueron parte indisoluble del agua desbordada, del barro acumulado, y sintieron en sus cuerpos y en su memoria los más de diez largos años de provisionalidad. ¿Qué tipo de testigo es Josep Maria? Giorgio Agamben indica que “en latín hay dos palabras para referirse al testigo. La primera, testis, de la que deriva nuestro término ‘testigo’, significa etimológicamente aquel que se sitúa como tercero (terstis) en un proceso o un litigio entre dos contendientes. La segunda, superstes, hace referencia al que ha vivido una determinada realidad, ha pasado hasta el final por un acontecimiento y está, pues, en condiciones de ofrecer un testimonio sobre él.”[1] ¿Qué tipo de testigo es, pues, Josep Maria? En primer lugar, se situó como mediador entre los afectados por la pantanà y la propia situación de catástrofe, es decir, fue (es) terstis. Pero, al contar la experiencia, que él vivió de manera intensa, por más que fuera mucho más corta que la de los cientos de afectados, se convierte en un superstes, en superviviente de un acontecimiento que vivió y que, por lo tanto y tal vez con mayor precisión dado su cualidad de tercero, puede contar.

Sin duda Josep Maria no representa el ejemplo que Agamben personifica en Primo Levi, que “es un tipo de testigo perfecto” y que “cuando vuelve a casa, entre los hombres, relata sin cesar a todos lo que le ha tocado vivir.”[2], (como tampoco son comparables las situaciones) pero es asimismo complejo, pues por momentos puede verse como uno o como otro tipo de testigo. Josep Maria mismo es ahora una suerte de superviviente. Su vuelta a La Ribera y al pueblo de Beneixida no sólo representa para Rafael Tormo el cierre casi perfecto de un memorial y su puesta en escena y en conciencia hacia sus conciudadanos de un suceso que no por más recordado pierde intensidad, sino que tiene algo de fatalismo. Después de treinta años, es Josep Maria quien urge de un rescate, y el hecho de volver al lugar donde él rescató a algunos de sus habitantes y pedir ayuda, es un giro del destino demasiado importante como para pasarlo por alto. El arte puede situarse ahí, entre medias de esta serie de casualidades, y mediar de nuevo para devolver al rescatador un lugar de visibilidad que ya no tenía o incluso que nunca tuvo.

 


[1] Giorgio Agamben, Ciò che resta di Auschwitz: L’Archivio e il testimone (Homo sacer III).

Edición en castellano: Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Valencia, Editorial Pre-Textos, (2ª edición corregida) septiembre 2005, p.15.

[2] Íbid. P.14