Autoría y autoridad. Sobre la obra de Joxerra Melguizo

Texto realizado con motivo de la publicación  Auctoritas, de Joxerra Melguizo, publicado por el Gobierno Vasco y Galería Trayecto (Vitoria-Gasteiz)

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I

Anteponer la autoridad de la autoría a la obra misma ha sido un principio del arte y se ha desarrollado como un músculo hipertrofiado. Las obras se tasan por centímetros o metros cuadrados, por el peso de sus volúmenes, por el tamaño del soporte o por la producción del vídeo o film que presentan. Incluso en los casos en que acciones o performances se realizaron para ser pasto del tiempo, creyendo ahuyentar de esta forma la fisicidad susceptible de ser tasada, los registros que las evidenciaron han devenido copias, por lo tanto obras seriadas que han entrado en el mercado del arte por la puerta trasera, rápidamente igualada a la entrada principal en prestigio y valor monetario. Nada en arte está exento de ser tasado. Nada, por lo tanto, puede evitar la tasación y, por pura lógica, todo se ha vendido o está a la venta. Sin embargo, es un hecho consustancial a estos modos de tasación y a su valor, el estar ejecutada por según qué artista. Una vez aceptado de forma general el reconocimiento del artista o el respeto hacia su producción, el peritaje o expertización de sus obras corresponde hacerlo al margen de su calidad individualizada, atendiendo principalmente al tamaño, el volumen y/o los costes de producción definitivos. El debate sobre la capacidad de producción de cada artista en relación con la calidad de su obra resultante es un dilema reciente, y ha estado marcado por el propio mercado o sus derivaciones.

Cuando el ex-Young British Artist Damien Hirst, también ex-Saatchi boy, se saltó parte del porcentaje de su actual galerista al presentar sus obras directamente en el ámbito de una casa de subastas, estaba generando lo que podríamos denominar un estado de ansiedad entre sus coleccionistas. Les obligó a mantener y mejorar el precio desorbitado de salida de sus nuevas obras para que aquéllas que adquirieron tiempo atrás no se devaluaran de forma estrepitosa. Hirst colocó a sus coleccionistas ante un dilema de fácil resolución: comprar de nuevo para mantener bien alto lo comprado con anterioridad. Todos sabemos el éxito del experimento, así que nos ahorraremos exponerlo. La cuestión está en saber qué otros artistas podrían hacer lo mismo y cuántas veces podrá permitírselo Damien Hirst, porque redundar en esta táctica sería como convertir en mera obra de repertorio una performance espacial y temporalmente irrepetible.

No resulta difícil atestiguar quién marca las tendencias, qué grupos de expertos han adquirido la potestad de hacerlo y hacia dónde dirigen sus miradas (algunos también sus beneficios). El francotirador cultural que fue Guy Debord también dio en la diana con esto: «Todos los expertos pertenecen a los media y al Estado: por eso se los reconoce como expertos. Todo experto sirve a un dueño, puesto que cada una de las antiguas posibilidades de independencia ha quedado reducida a casi nada por las condiciones de organización de la sociedad presente. El experto que mejor sirve es, desde luego, el experto que miente. Quienes necesitan al experto son, por motivos distintos, el falsificador y el ignorante»[1].

Sin embargo, y aunque pudiera parecerlo, esto no pretende ser un ajuste de cuentas, sino más bien la constatación de una imposibilidad, pues hasta el arte más sofisticado en la magia del compromiso político no duda en suprimir sus contenidos más beligerantes cuando el papá mercado (o los sucesores capitalistas de Mao, que ya viene a ser lo mismo) les sugieren suprimir material comprometedor. Podríamos buscar en Google conceptos tan comprometidos como «democracia» o «activismo político», a ser posible en chino mandarín, para ver qué dicen al respecto[2]. Y, en definitiva, si esta sociedad globalizada ha unificado algo, esto ha sido la capacidad de que todos y cada una de quienes trabajamos en el mundo cultural seamos, dentro de nuestro amplio, reducido o minúsculo radio de acción, también expertos. De ahí el éxito de este modelo de sociedad y, por supuesto, ahí el drama ante la dificultad de activar otros, tal vez posibles de teorizar pero imposibles de poner en práctica. Este modelo ha propiciado, asimismo, muchas actitudes impunes (ante su incompetencia), faltas de rigor y abonadas al «vale todo» como marca de calidad de una cultura visual mediatizada.

Resulta complicado desentrañar si la necesidad del uso de la palabra en el arte ha posibilitado al mismo tiempo su ensimismamiento, aunque parece demostrado que la omnipresencia del peritaje artístico a través de críticos, comisarios de exposiciones, galeristas, tasadores, coleccionistas, artistas, gestores culturales… ha contribuido en gran medida a que el arte sea cada día más críptico, distanciándose del público. En ocasiones, el arte contemporáneo (y aquí incluimos tanto la práctica como la teoría previa o derivada de ella) se ha disfrazado de elitismo; en otras de tendencia, y en las mejores y más escasas ha aparecido como un lenguaje específico que tanto valora la novedad que implica un avanza constante, como se asienta en la continuidad lógica con lo anterior: una adecuación al contexto contemporáneo de las dudas y los enigmas que siguen importando. Traer luz, en el sentido de esclarecer contenidos en el ámbito en el que se generan; contrastar, desde el punto de vista de poner sobre la balanza pros y contras sobre lo analizado; describir para hacer legible la abstracción alegórica del arte contemporáneo -presente incluso, o sobre todo, en la fotografía más figurativa-; interpretar, es decir, opinar y validar las opiniones propias, subjetivas e intransferibles; serían actitudes que la crítica debiera hacer, y no la simplista de poner en boca del artista lo que se supone que éste no sabe decir. Es por un mal uso de esta aparente superioridad de la palabra sobre la imagen, paradójicamente en una sociedad mediatizada por el fulgor de las imágenes y con la credibilidad de la palabra herida de muerte, que la crítica del arte ha fenecido, al menos en lo tocante a su credibilidad. Los expertos en resurrecciones están convocados, pero no parece que nadie sepa aún qué hacer o qué decir, mientras algunos ni se han molestado en acudir a la convocatoria y eso incluye, por supuesto, a los medios de comunicación y sus suplementos especializados, en un momento donde la prensa escrita se enfrenta a una grave crisis de valores mercantilistas, más que comunicativos, y a un futuro impredecible.

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[1] Guy Debord: Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Editorial Anagrama, Barcelona, 1999, p. 29.

[2] Una noticia aparecida en la versión digital del diario El País del 12 de enero de 2010, mientras se culminaba este texto, mostraba el siguiente titular: «Google amenaza con cerrar su buscador en China». Se apuntaba una posible ruptura del idilio iniciado en 2006 entre el mayor buscador de información vía Internet del mundo y el gran gigante asiático. La noticia informaba de la reacción de la compañía ante un «ciberataque masivo» en los correos electrónicos de varios activistas chinos y de al menos 20 empresas de diferentes sectores. El comunicado de Google, entre otras cosas, afirmaba: «Hemos decidido que no queremos seguir censurando nuestras búsquedas, y en las próximas semanas discutiremos con el Gobierno chino sobre qué base poder seguir manteniendo un buscador dentro de la ley».