Determinación de la pintura (para la definición de las imágenes)

Texto con motivo de la exposición El brillo del sapo. Historias, fábulas y canciones, de Chema López. Fundación Chirivella Soriano. Valencia, septiembre 2007 – enero 2008

Una misma frase puede ser analizada desde diversos ángulos; bien atendiendo a sus nombres y verbos, conjunciones o adverbios, a modo de un análisis sintáctico-morfológico, o bien leerse teniendo en cuenta qué dicen esos verbos y adverbios, el porqué de sus nexos, la necesidad de estos nombres concretos y no otros para expresar una idea precisa, desde una perspectiva semántica. Otro modo de analizar la frase intentaría descifrarla como si fuera un mensaje semi críptico donde el uso siempre resbaladizo de la interpretación subjetiva actuara como un mecanismo no estandarizado de análisis. En este caso, las características sintácticas, morfológicas, significantes… no serían más que las herramientas que fue necesario emplear entonces para poder contar aquello que el mensaje comunica ahora.

Forma y contenido son territorios cada vez más complejos de deslindar, más imprecisos de recorrer. Esta dificultad descriptiva, sin embargo, nunca podrá ocultar por completo sus diferencias estructurales. Con excesiva frecuencia, en la pintura –como en general ocurre en gran parte del arte contemporáneo– se da por hecho que el medio es el mensaje. Es decir, que los elementos sintácticos y morfológicos son suficientes para encontrar su correlato en lo semántico. Huelga decir que ese tercer elemento en juego, el interpretativo, es empleado en numerosas ocasiones como sustituto del anterior, como si el significado no pudiera discernirse de la interpretación derivada de su lectura subjetiva. Este tipo de triquiñuelas no son ajenas a intereses concretos. En general, no se distinguen de otro tipo de trampas destinadas a darnos como válido lo que no es sino mera fórmula apta para el consumo. Es por ello que seguimos necesitando del lenguaje para continuar profundizando en la pintura. Y así pues, en el arte.

Como en otras ocasiones, de manera que resulta ya un elemento indisociable en su trabajo, los títulos de las pinturas, de las series y exposiciones de Chema López representan un concentrado que cabe ir diluyendo a través de sus ejemplos concretos, ubicados en contextos también precisos. No resulta usual encontrarse una relación tan directa entre la narratividad visual de las imágenes y la narración sugerida de los títulos. Lejos de convencionalismos miméticos o evasivas nomenclaturas seriadas, ajenos a las recurrentes citas intertextuales, aquí los títulos son una declaración de principios y una guía excelente para acabar entendiendo el mensaje. Pues no parece que Chema López, al margen de la utilización precisa del medio y su disfrute en cuanto que tal medio, quiera otra cosa más que comunicar lo que piensa y exponer lo que siente a ese respecto, comprendiendo que de entre los diferentes modos con los que podría hacerlo, es la pintura la que mejor se ajusta a sus necesidades.

El brillo del sapo. Historias, fábulas y canciones es el último ejemplo clarificador, el que ilumina esta exposición de tintes retrospectivos que exhibe la coherencia de una evolución constante, sustentada sobre elementos interconectados a lo largo de los últimos quince años. A propósito del título cabe indicar una evidencia: El brillo del sapo se refiere tanto a lo abyecto del tacto como al poder de atracción de su superficie brillante, a lo que se añade su dificultad de aprehensión. La referencia a lo escurridizo del animal en un ámbito movedizo, actúa de elemento intermedio entre aquello que produce atracción y el rechazo de su entorno. La ciénaga como espacio oscuro y denso, como ecosistema donde se vende cara la supervivencia, actúa como metáfora de una sociedad funcional y completa sólo en apariencia, como una superficie gloosy que esconde todos los elementos antagónicos bajo su gruesa corteza.

El epígrafe Historias, fábulas y canciones responde a otra evidencia: tres modos sutilmente diferentes de acometer la narración. La historia que responde a una estructura definida o a un conjunto de hechos reales o inventados; la fábula culminando en una lección moralizante o en “una enseñanza práctica”; la canción que actúa como mensaje lanzado hacia una audiencia [más o menos] masificada, con la música como gran catalizador. Para quienes conozcan la paciente labor de Chema López, su inquisitiva y calmada reivindicación de lo imposible a través de las imágenes de lo probable en cuanto que registrado, este nuevo título lo entenderán dentro de su contexto como una clara constatación de elementos anteriores expuestos de nuevo al riesgo de lo que está por decir, y por venir.

Por encima de otras consideraciones, sin embargo, la obra del artista reflexiona sobre la decisiva importancia de las imágenes y la revisión continuada de su definición. Esto queda demostrado en el díptico Vanidad y banalidad, donde el doble retrato de una mujer nos plantea varias cuestiones a propósito de la representación. La imagen original existe como impresión fotográfica que, ahora, al ser pintada sobre el lienzo, recupera un aura que se diluye con el segundo retrato, a modo de reflejo simétrico. La duplicidad de la imagen, sin ser la misma puesto que existen diferencias apreciables, evoca un reflejo: acto vanidoso que la modelo parece desvirtuar, desactivar, para convertirlo en un efecto de banalidad. Este análisis, o alguno similar, resultaría tras una primera lectura donde no se dieran más datos, pero ¿qué ocurre cuando conocemos los referentes concretos que se presentan como datos anónimos? A propósito de la fotografía y sus interpretaciones, el teórico Johann Swinnen habla de los “datos extrafotográficos” como elemento clave para leer las imágenes, sin los cuales, “la fotografía permanece en silencio absoluto” . El retrato doble de la mujer, su aspecto desaliñado, su dureza expresiva… podemos entenderlo o verlo de forma diferente si sabemos que se trata de una carcelera o guardiana del campo de concentración alemán de Bergen-Belsen. Adquiere mayor importancia todavía si se nos informa que se trata de una de las fotos de identificación realizada por el Ejército aliado tras la rendición alemana. La carcelera deviene prisionera; la fotografía, a su vez, una pintura doble como un doble positivo que anula o inhabilita el proceso fotográfico clásico para acabar, finalmente, siendo una imagen. Cuestionamiento de la representación y de lo que muestra, es decir, cuestionamiento de la vanidad; la banalidad del título entronca con el concepto de “banalidad del mal” de Hannah Arendt: retórica de la culpa como cumplimiento inexorable del deber.

En otras ocasiones, el hueco negro, la ausencia total de referencias visuales, la oscuridad, ha sido empleado para cuestionar la omnipresencia de las imágenes. El lienzo deviene objeto, pero también agujero o vano en el muro, transgresión de la pintura que se siente incompleta para desempeñar su tarea y, sin embargo, se ofrece como superficie en negativo: una tabula rasa cuyo origen no estaría tanto en la creación de gestos primigenios o renovados, como sí en la eliminación de referentes que completan la masa oscura, para llegar así a lo estructural. El modo del que surgen las imágenes sobre la tela, es decir la técnica, lleva adherido un peso simbólico. El óleo surge desde el blanco hasta alcanzar los grises y el negro, activadores de la ilusión que muestran las escenas; el acrílico, por su parte, roba gestos blanquecinos y fantasmales a la superficie previamente oscura. La combinación de ambos modos nos sitúa en un punto medio entre el equilibrio precario y la determinación decidida: un espacio donde la representación es un estuche que espera ser completado por sucesivas y variadas interpretaciones.

El breve texto que se incluye a continuación es una reseña crítica de la exposición de Chema López Los murmullos, realizada en la Galería Tomás March de Valencia entre los meses de septiembre y octubre de 2006. Fue publicada en el suplemento cultural Posdata del diario Levante-EMV el 29 de septiembre de 2006.

El sonido que desprenden las imágenes

La definición de la palabra murmullo, ampliada por las diferentes acepciones del verbo murmurar, hace referencia a un determinado ruido “poco intenso, no desagradable y, a veces, agradable; como el que hacen las personas hablando en voz muy baja o el que hace el agua de un arroyo o el viento suave moviendo las hojas de los árboles”. Una palabra, en resumen, que genera imágenes apenas con la pronunciación de sus onomatopéyicas sílabas; las cuales, al ser dichas, parecen recorrer un trayecto vocal que va desde la sutilidad de la u a la sequedad final de la o. Un recorrido que con el murmullo acaba de golpe, mientras que en el murmurar de su acción se abre y se extiende, haciendo visible una cualidad íntima. De igual forma que algunas palabras sugieren imágenes, potenciadas por la idiosincrasia de una lengua concreta, también determinadas imágenes potencian su vertiente narrativa con la persuasión que provocan ciertos sonidos. Los murmullos a los que hace referencia Chema López (Albacete, 1969), título de su primera exposición en la galería Tomás March, son los rescoldos de un ruido incesante, el que provoca el roce continuo de la acumulación. Acumulación de imágenes, de textos, de referencias cruzadas, de películas, de letras de canciones… generada como un zumbido que contuviera la suma de todos los sonidos.

Sobre las paredes de la galería los cuadros de Ch. López se asemejan a pozos negros, fragmentos de noches oscuras, desde donde surgen figuras blanquecinas con formas creadas de humo. De ahí que necesiten de la oscuridad del fondo para existir, perfecta imagen del espectro que sólo lo es el tiempo que lo miramos y que en el contexto del arte, paradójicamente, eterniza su condición pasajera. La convivencia de escenas diversas en la sala más amplia, cada uno de los cuadros lanzando su particular murmullo, alcanza esa peculiar atmósfera tragi-épica característica del artista. Cuadros como El límite, La otra orilla o El regreso muestran paisajes sin rastros de vida, dominados por árboles que parecen cimbrear sus ramas al ritmo de un viento cortante. Un silbido que se entremezcla con las rayas verticales de la secuencia-tríptico La vergüenza, recordando no sólo los fotogramas de la película de Bergman El manantial de la doncella, sino el movimiento fliqueante del proyector de cine que, sin estar, parecemos oírlo. Por otro lado, el doble retrato del cineasta Nicholas Ray Relámpago sobre el agua, con las esquinas redondeadas como dos círculos fundidos, pierde su mirada tuerta en el infinito. Entre medias de ambos rostros espejados, los ojos antes perdidos adquieren una nueva personalidad, un rostro de serpiente que mira fijamente hacia adelante; un Leviatán que anuncia los últimos días del director, aquéllos que registró Wim Wenders en 1979.

Pero en ningún momento el artista albaceteño nos quiere desviar del todo de la verdadera razón de su trabajo, esto es, de la pintura. De ahí que las usuales franjas negras que conviven con las imágenes nos retrotraigan a la cruda bidimensionalidad de unas escenas que habían conseguido atraparnos y evadirnos, como en la realidad ilusoria del cine. Esquema que se hace evidente en las obras El cura y la ballena (con reminiscencias a Melville escondidas tras unas espesa barba), La piel, o el fantástico retrato de la mano vetusta y ensortijada en Icono, Todo y Nada.

Para terminar, cabría detenerse en el cuadro Los seducidos, donde un hombre se encorva hacia delante, estirando su mano derecha, para dar de comer a dos cervatillos. Una franja oscura en la parte superior, que incluye la cabeza del hombre, en este caso no tapa ni fragmenta la escena, sino que la continúa como un extraño horizonte que parece engullirse todo lo que toca. Sabiendo el uso de conceptos antagónicos que el artista emplea en sus obras (verdad-mentira, blanco-negro, justicia-sacrificio, castigo-perdón…), sólo nos queda esperar a que los bambis adquieran la suficiente experiencia como para morder la mano que les seduce y les alimenta