Las aristas de la realidad

Texto con motivo de la exposición Fotografías, de Pascual Arnal, en Galeria Assaig, Vila-real. Mayo de 2009

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Abordar la complejidad de la realidad exige distanciarse, analizarla y volver sobre ella con la certeza de saber cuál es su forma aproximada o cuáles los modos que emplea para disfrazarse: cuándo se enmascara de verdad, cuándo de representación o cuándo de simulacro. La realidad puede ser vista como eso que nos queda cuando todo lo demás ha fallado, incluso en los momentos en que se buscaba, con todo eso denominado “lo demás”, un cambio sustancial en su presencia y, por lo tanto, en su influencia en nosotros.

Pocos medios expresivos ofrecen una aproximación tan verosímil al gran tema de la realidad y su representación como la fotografía, cuya trayectoria histórica relaciona inseparablemente el registro de lo que aconteció, configurando por tanto una memoria visual del mundo, con la plasticidad de haberlo registrado con una intención estética, iniciando así pues un recorrido en el ámbito del arte. En otras palabras, la fotografía unifica función y finalidad en un solo medio, a mitad de camino entre las bellas artes y los medios de comunicación (J. F. Chévrier dixit).

El reto principal que asume Pascual Arnal en su intento de describir fotográficamente la realidad líquida, inaprensible y cambiante característica del momento presente, es el de dar voz a los matices y presencia a las caras ocultas de historias personales. Su obra es diversa en los motivos seleccionados; simbólica por el modo en que se vuelven a mostrar objetos físicos y acciones culturales de carácter ancestral; es curiosa en la búsqueda, pues no se agotan las inquietudes aptas para ser tratadas; y también contemporánea, en el sentido de actualidad, porque sabe mezclar la cotidianidad de hechos apenas significantes con los acontecimientos casi únicos que acontecen cuando la mirada de quien mira los observa, los detiene y les otorga un significado.

La consumación del reto se halla en unir las partes de este puzzle de contenidos y escenas, de intenciones e imágenes, hasta que sus fisuras queden soldadas entre sí o, bien al contrario, hasta que lo dejen completamente descasado, iniciando de nuevo el proceso de búsqueda y actualizándolo. Esta aparente contradicción no es sino un síntoma del reto asumido: retratar una sociedad que se devanea entre la competitividad sin cuartel ni miramientos y el notorio fracaso derivado del modelo diseñado para tal competitividad.

Pascual Arnal asume este riesgo de un modo sobrio y lo plantea con cierta distancia. La superficie blanca elegida como fondo de todas sus obras, que varía sus proporciones con relación a la imagen mostrada, unas veces es marco, otras margen y otras el espacio neutral que demanda la escena, abierto como un cielo difusor de luz. En cierta manera esta superficie blanca, este paspartú figurado, es como un tamiz que actúa de filtro para la imagen. En cada ocasión, la relación entre ambos varía y, así pues, varía la interpretación derivada de dicha relación; dependiente en según qué casos uno de otra. Tal vez ya no se pueda seguir debatiendo sobre la importancia del fondo y la forma, pero su intercambio de poder y sentido adquiere aquí una significación concreta.

Por otro lado, estas fotografías plantean el tema esencial de la credibilidad: el discernimiento entre la realidad y la ficción en un momento en que la mayoría de imágenes se construyen desde la nada o convergen desde procedencias diversas en un mismo espacio, el de la imagen final resultante. Las fotografías de Pascual Arnal van desde la extrañeza de una situación real, ocurrida y sentida en primera persona, hasta la realidad mágica difícil de creer, como los hombres vestidos con traje negro que hacen cola para entrar a un templo, o la sombra de una estatua ecuestre reflejada, fantasmagóricamente, sobre la fachada de un edificio a orillas de un río.

Siguiendo con esta sensación de obtener de lo real resultados no siempre esperables, destaca la aparición y presencia de elementos de marcado poder simbólico que parecen confrontar la realidad externa, circundante, con la propia sensación de ella misma a través de objetos, gestos, construcciones culturales o elementos no físicos, pero plenamente perceptibles. Montañas, castillos, caminos y carreteras, estatuas y gestos muy precisos, como contar secretos al oído, abrazarse o llorar desconsoladamente son tratados como deudores de unas sensaciones que han ido pasándose tras generaciones hasta llegar a nosotros, principio y fin de experiencias personales. Todo tan peculiar que resulta inevitablemente real. Como si la ficción no entrara salvo en los resquicios que la realidad, con sus aristas afiladas, deja sin impermeabilizar por completo; en los terrenos donde sólo llega lo increíble.