La cultura en su laberinto

Revista Lars, cultura y ciudad. nº13, Construcciones al margen, 2009.

En las ocasiones que se presentan para poder hablar y debatir sobre cultura, escasas, o no tanto, dependiendo de dónde nos situemos geográfica y políticamente, no faltan opiniones sobre la necesidad de su existencia y la importancia de seguir ofreciendo espacios y foros donde poner en común ideas. La cultura ya no es sino un producto de consumo y ha tomado conciencia de su papel decisivo en la mercadotecnia global y, por lo tanto, también en la economía generalizada. Esta situación no es novedosa en sí misma, pero tal vez sí lo sea el hecho de que no deja de redefinirse y metamorfosearse, amoldándose a las condiciones sociales como un organismo vivo lo haría a las climáticas: encontrando el mejor modo de asegurarse la supervivencia.

El quid de la cuestión no sería tanto por qué es necesario seguir hablando de cultura –o de arte, en sentido estricto, para acotar este análisis– sino sobre qué podemos hablar cuando, llegado el caso, hablemos de cultura; y cabría añadir, para quién hacerlo. Se da la paradoja que resulta cada vez más importante y decisiva la presencia y la posterior opinión de la audiencia en la cultura contemporánea cuando, en realidad, el número de visitantes en los eventos que la conforman sigue siendo bajo o muy bajo. Por expresarlo de otro modo: tal vez no se esté perdiendo público en cifras globales y puede incluso que en casos concretos se haya incrementado notablemente, pero la progresión exponencial de espacios y acontecimientos diluye la asistencia por la táctica del evento inaugural, del mismo modo que se reduce la capacidad crítica del observador por la mera relación social derivada de dicho evento.

A la importancia de hablar de cultura, de sus prácticas, del entorno y de sus políticas, cabe añadirle la determinación sobre qué hablar cuando hablamos de cultura contemporánea y hacia quién dirigir dichas opiniones. Cuando aquí se apunta “hablar de cultura”, incluyendo aquellos foros de prestigio que podamos tener cada cual en mente, no se está queriendo reafirmar la necesidad de un peritaje cultural para poder expresarse, sin el cual cualquier opinión quedaría desautorizada. De hecho, frente a la tecnocracia de los expertos, se propone la posibilidad de que cualquiera que desee hablar pueda hacerse oír. Con ello no se quiere negar la importancia de la experiencia o el saber, ni mucho menos, sino la posibilidad de redefinir esos conceptos añadiendo aspectos que, en principio, no entrarían en la ortodoxia ni de la experiencia ni, por descontado, del conocimiento o de la sabiduría en un sentido tradicional. Por otro lado, no es posible confiar en la inconsistencia de aceptar cualquier interlocutor como válido, pues es del todo seguro que se transitarían territorios teóricos ya visitados y obsoletos. La importancia está en la capacidad de revisitarlos de manera crítica –por lo tanto reconociendo lo previo– y aportar una valoración que tenga en cuenta gran parte de los aspectos plurales, híbridos y contaminantes que componen la cultura actual, intentando evitar categorías en exceso reduccionistas.

La condición de la cultura como consumo lleva adherida la comodidad de aceptar su temporalidad como un producto desechable más, fácilmente sustituible por otro cuando el antiguo se deteriore o, ni tan siquiera, cuando haya saciado nuestro deseo consumidor. Es lo que expone Richard Sennett en La cultura del nuevo capitalismo (Anagrama, 2006) al comparar las tácticas empleadas por la política con las propias derivadas de la economía, aspecto susceptible de extenderse a otros campos y materias abiertas a la interpretación. Para el sociólogo, el modelo actual presenta dos tipos de comportamiento ciudadano: la figura del “ciudadano-como-consumidor” y la del “ciudadano-como-artesano”. Mientras el primero responde a las expectativas planeadas por el actual modelo capitalista, donde la democracia ha simplificado al máximo el conocimiento de su funcionamiento con el fin de facilitar su tarea, pero también de ocultar sus entresijos; el segundo intenta, al menos de manera simbólica, comprender el funcionamiento de aquello que le rodea o, más concretamente, entender porqué algo no funciona. De esta forma “el problema se vuelve atractivo y (…) engendra adhesión objetiva”, es decir, se convierte en un asunto generador de cohesión social. A esta presentación de caracteres, Sennett añade el concepto de “espíritu artesanal”, ampliando el concepto artesanía para definir la intención de “hacer algo bien por el hecho de hacerlo bien”. El ciudadano-como-artesano ya no es únicamente el artesano que conoce una profesión o un oficio, sino cualquier profesional que aspira a entender lo circundante y a resolver su tarea de una manera óptima, incluso obsesivamente, con el fin de adquirir un cierto prestigio personal (y social) por haberlo hecho bien de manera objetiva, es decir, contrastada por otros ciudadanos.

Esta apropiación interpretativa quiere emplear las ideas de Richard Sennett aquí y ahora hacia una dirección precisa. La posibilidad de hablar, de seguir hablando sobre un tema o una situación conociendo su evolución o una parte de ella es, desde este punto de vista, plantearse un estar en el mundo desde este espíritu artesanal. Al realizar dichos parlamentos en foros donde otros ciudadanos-como-artesanos acuden para, a su vez, poner en común ideas o posturas personales, también se “engendra adhesión objetiva”, generando una cierta red social. Tal vez no sea necesario indicar la importancia que está teniendo la tecnología en la solidez de estas redes sociales, prueba fehaciente de su cualidad como herramienta de accesibilidad e inmediatez. También la tecnología exigiría de estos artesanos un esfuerzo similar por descifrar su funcionamiento. En este caso, ese funcionamiento no tendría tanto que ver con la posibilidad de saber qué hace posible la creación de imágenes a partir de un impulso eléctrico, por ejemplo, o cómo almacena información el propio ordenador que sirve como nexo (la pantalla entendida como ventana y espejo de lo propio y lo circundante), sino desentrañar con idénticas armas y de forma precisa el modo de utilizar las posibilidades tecnológicas en la sociedad contemporánea.

El pasado mes de septiembre de 2008, como acción complementaria de un proyecto artístico extendido en el tiempo, se realizaron las jornadas de debate Todo para los artistas, pero con los artistas. La intención era ofrecer un espacio real y posible para que, durante los tres días, se pusieran sobre la mesa algunos de los desvelos con los que los artistas contemporáneos del ámbito de Valencia se enfrentan diariamente en el desarrollo de su trabajo. Organizadas por la Diputación provincial y acogidas por la Universitat de València, quisieron ser un punto de encuentro y, ojalá, de inflexión en la posible creación de una red social que represente y organice la práctica artística, hecha por artistas y gestionada por ellos. En cierta forma, las jornadas se engendraron para acoger los puntos de vista y las opiniones de “ciudadanos-como-artesanos” que se ven en la encrucijada entre la precariedad de la honestidad personal o la coherencia de la súper producción dentro de “la cultura del nuevo capitalismo”. Tal vez fueran el principio de un giro, todavía timorato y huidizo, por cambiar la dirección de un rumbo que se ha mostrado durante ya demasiados años, inalterable.